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El niño pobre que halló un tesoro – Schliemann y Homero

18/07/2021

Escritor Español Petrusvil

Poeta, escritor, divulgador y analista.
Tiempo de lectura 23 minutos.
El niño pobre que halló un tesoro - Schliemann y Homero
Heinrich Schliemann y su esposa, Sofía Engastrómenos.

(La historia del niño pobre que halló un tesoro – Schliemann y Homero)

Tabla de contenidos

El niño pobre que halló un tesoro – Schliemann y Homero

Preámbulo

En mi juventud leí una historia de esfuerzo y perseverancia, donde el mito y la realidad coexistieron en una fértil colaboración. La vida de aquél hombre me fascinó, Heinrich Schliemann puso su fe infantil en Homero como historiador y no como elucubrador de mitos literarios; y eso le llevó al descubrimiento de la ciudad perdida donde se desarrollaron los dramáticos acontecimiento de la Ilíada homeriense. Los hechos de la niñez y el carisma peculiar de cada hombre le conducen por un camino trazado que se preña de sus anhelos juveniles. Y en Heinrich alumbró una de las figuras más asombrosas no sólo entre los arqueólogos, sino entre los hombres.

Hoy me llama la atención la similitud de su vida con la de Trump. Con la salvedad de que, una vez millonarios, uno, Schliemann, se dedicó a la arqueología y, el otro, Trump, a la política. Y ambos, cada uno en su particular peculiaridad, volcaron sus ímpetus en lograr lo imposible.

Aquel niño pobre que a los siete años de edad quiso hallar una ciudad perdida y treinta y nueve años después se marchó, muy lejos, a buscarla. Y no sólo la encontró, sino también un tesoro, un tesoro tan maravilloso como jamás soñó encontrar. No se había visto nada igual desde los descubrimientos de los conquistadores españoles en ese nuevo continente, de musical y liberto nombre: América.

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El padre sembró en el hijo.

Tanto había insistido el niño prusiano que contaba a la sazón con siete arcangelicales primaveras; que convenció a su padre para que lo llevara al cementerio de Neubukow (Mecklemburgo); su ciudad natal. Allí se quedó mirando una sepultura del cementerio esperando ver salir el pie izquierdo del malvado Hennig saliendo de la tumba para purgar su horrendo delito. Se contaba que había asado vivo a un pastor, y además, cuando ya estaba asado, todavia le habia dado una patada.

El niño esperaba ver ese prodigioso evento, pero allí no sucedía nada. Se volvió a su padre y le rogó que cavase, que buscase el famoso pie que aquel año no aparecía. Naturalmente el padre se negó en redondo. Pero no acabaron allí las peticiones del párvulo. No muy lejos de allí había una colina de la cual se decía, también, que tenía enterrada una cuna dorada. El sacristán y su madrina le habían contado también esa historia. Y el niño preguntó al padre, un pastor pobre y mal vestido: «¿Ya que no tienes dinero, por qué no desenterramos la cuna? ”

El padre, humilde pastor protestante era un hombre muy culto, enseñaba al niño muchos cuentos y leyendas. Sobre todo le hablaba de la lucha de los héroes de Homero; de Paris y Helena, de Aquiles y de Héctor, de la invencible Troya, incendiada y destruida.

-¿Así era Troya?
El padre asentía con la cabeza.
– ¿Y todo esto se ha destruido, destruido completamente? ¿Y nadie sabe estaba emplazada?
– Cierto – contestaba el padre.
– No lo creo – comentaba el niño Heinrich Schliemann. ¡Cuando sea mayor yo hallaré Troya, y encontraré el tesoro del rey!

Y el padre se reía.

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Pero lo que Schliemann se proponía hacer a los siete años se convirtió en realidad. Todavia con 71 años, cuando ya era un excavador mundialmente famoso,:pensaba si no tendría que examinar la tumba del malvado Hennig, una vez que por azar volvió a su pueblo nativo.

Esa Navidad del año 1829, su padre, le regaló la «Historia universal ilustrada”, de Jerrer, donde habia una lámina en la que se veía a Eneas llevando a su hijo de la mano con su anciano padre en su espalda,; mientras huía del castillo ardiendo. El niño contemplaba aquella lámina, y observaba los recios muros y la gigantesca puerta Escea (Puertas de la muralla de Troya, en la parte occidental de la misma).

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Eneas llevando a su hijo de la mano con su anciano padre en su espalda,; mientras huía del castillo de Troya por la puerta de Escea.

En un filial quid pro quo, a los diez años, regaló a su vez a su padre, con motivo de la Navidad, una  composición sobre los acontecimientos principales de la guerra de Troya y las aventuras de Ulises y Agamenón; sin sospechar aún que treinta y seis años después ofrecería un tratado sobre ello; después de haber gozado la dicha de ver con sus propios ojos el lugar de aquella famosa guerra y la patria de los héroes cuyo nombre inmortalizó Homero.

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Primeros años de trabajo como tendero

Y es que las primeras impresiones que recibe un niño le quedan grabadas para toda la vida. Pero la vida tiene caminos insospechados y se encargó de alejar de su ánimo estas impresiones suscitadas con relatos de hazañas clásicas. A los catorce años de edad terminó su instrucción escolar y entró de aprendiz en una tienda de ultramarinos de la pequeña ciudad de Fürstenberg. Había que colaborar en el sustento familiar.

Pasó más de cinco años vendiendo arenques, aguardiente, leche y sal al por menor; molia patatas para la destilación y fregaba el suelo de la tienda. Y así, desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche, todos los dias. Cómo para poder pensar en la promesa que le hizo a su padre.

Cuando todo lo que la infantil mente anheló parecía perdido y olvidado, el destino volvió a hacer de las suyas. Un día entró en la tienda un molinero borracho que, acercándose al mostrador, se puso a recitar un remedo de epopeya.

Schliemann le escuchaba embobado. No entendía una palabra, pero cuando se enteró de que aquello era nada menos que versos de Homero; de la Ilíada, recurrió a sus ahorros y dio al borracho una copa de aguardiente por cada «recital».

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Finalmente debido a un accidente que le dejó impedido para cargar mercancías y retornado a sus anhelos infantiles; pensó con buen criterio que necesitaba alcanzar un buen estatus económico y social para llevar a cabo sus planes. Y no sólo lo hizo sino que vino a convertirse en millonario. Así comenzó una vida apasionante y aventurera.

En 1844, marchó a Hamburgo y allí embarcó como grumete en un navío que zarpaba rumbo a Venezuela. Tras un viaje de quince días, se desencadenó una terrible tempestad; y ante la isla de Texel, el barco naufragó, y nuestro hombre, completamente extenuado, dio con sus huesos en un hospital. Por recomendación de un amigo de su familia, consiguió un puesto de escribiente en Amsterdam. Y aunque no había logrado recorrer vastas regiones geográficas logró, sin embargo, la conquista de amplios terrenos del espíritu.

El aprendizaje de los idiomas

En una pobre y fría buhardilla empezó a estudiar idiomas modernos. Siguiendo un método completamente ecléctico, ideado por él, en un año dio buena cuenta del inglés y del francés. Aquellos pesados y extremados estudios fortalecieron su memoria de tal modo, que en un año aprendió holandés, español, italiano y portugués. Seis semanas dedicadas a cada uno de estos idiomas bastáronle para hablarlos y escribirlos con soltura.

Ascendió con facilidad en su empleo y entonces le pusieron a cargo de la correspondencia y la teneduría de libros. Dado que la empresa donde trabajaba tenía relaciones comerciales con Rusia, en 1844, a los veintidós años, empezó a aprender también el ruso. Nadie, en Amsterdam, hablaba entonces aquel idioma tan difícil, y lo único que pudo hallar para tal estudio fue una vieja gramática; un diccionario y una mala traducción del «Telémaco» (La Odisea).

Así empezaba sus estudios de ruso. Se le ocurrió pensar que un «oyente» le sentaria bien, y por cuatro francos a la semana requirió los servicios de un pobre judio cuya misión consistía en sentarse en una silla y escucharle el «Telémaco» en ruso, aunque de todo ello no entendiera una palabra.

Por último, al cabo de seis semanas de ímprobos esfuerzos; Schliemann se hacía entender bastante bien por los mercaderes rusos que acudían a la subasta del indigo (añil) en Amsterdam.

El mismo éxito que en los estudios, tenía en sus negocios. Desde luego, tuvo suerte; pero era de los pocos que saben aprovechar la ocasión que la fortuna nos brinda a todos alguna vez en la vida.

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Camino de la fortuna

Aquel hijo de un pastor, tendero, náufrago y escribiente, pero ya joven políglota con ocho idiomas,; se convirtió pronto en un comerciante y luego en rápido ascenso, en un hombre de porvenir que iba derecho hacia la fortuna y de la fama. En 1846, a los veinticuatro años, marchó como agente de su empresa a San Petersburgo, y un año después fundaba una casa por su cuenta.

Tiempo y duro trabajo tuvo que emplear en ello. Por eso, nuestro buen Schliemann se lamentaba de que hasta el año 1854, no le fuera posible dedicarse al estudio del sueco y el polaco.

En 1850 estaba en América del Norte, y cuando California se unió a los Estados Unidos adquirió la nacionalidad norteamericana. La pasión por el oro, que se había apoderado de él como de tantos otros, hizo que fundara un banco para el comercio aurífero. Pero ya era un gran señor a quien recibía el mismísimo presidente de los Estados Unidos.

Pero poco después sufrió unas fiebres, y, además su peligrosa clientela le asustó, y regresó a San Petersburgo, aunque sin cesar en su empeño de buscar oro.

Seguía acariciando el sueño de su juventud de ver algún día los lejanos parajes de las hazañas homéricas y dedicarse a su exploración. Esta pasión llegó a cohibirle de tal modo, que el mayor genio políglota en su época, sentía miedo a acercarse a la lengua griega, por temor a perderse en su encanto; y abandonar sus negocios antes de haber logrado la base indispensable para un trabajo cientifico libre.

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Por fin, aprende el griego.

Por fin, en 1856 comenzó el estudio del griego moderno, que logró dominar en seis semanas. Y en otros tres meses, vencia las dificultades del hexámetro homérico. Pero, ¡con qué ímpetu lo hizo!. Se vanagloriaba de haber estudiado a Platón tan a fondo que si el filósofo griego hubiese podido recibir una carta suya sin duda la hubiera entendido.

Por dos veces, en los años que siguieron, estuvo a punto de pisar el cielo de los héroes homéricos. En un viaje que hasta la segunda catarata del Nilo, a través de Palestina, Siria y Grecia; una repentina enfermedad le impidió visitar también la isla de Ítaca. Aprovechó el viaje para añadir a su acerbo lingüístico el latín y el árabe. Era tal su dedicación en el aprendizaje de los idiomas que siempre escribia en el idioma del país donde se hallaba.

En 1864 decidió a emprender un viaje alrededor del mundo, que realizó en dos años, y cuyo fruto fue su primer libro, escrito en francés.

Ya para entonces era un hombre libre y rico. En aquel hijo de un pastor del Mecklenburgo se había desarrollado el extraordinario sentido comercial; el de un self made man, del tipo de los «pioneros” americanos.

Entonces pudo escribir, con una modestia de expresión que revelaba mucho orgullo: «El cielo habia bendecido de modo milagroso mis empresas comerciales. De modo que a finales del año 1863 poseía una fortuna que ni mi ambición más exagerada hubiera podido soñar”. Luego, tras estas líneas, viene un párrafo que por su naturalidad nos parece increíble, completamente inverosímil, pues obedecia a una lógica que solamente Heinrich Schliemann comprendia: «Por lo tanto – decia sencillamente- me retiré del comercio para dedicarme únicamente a los estudios que más me ilusionasen».

Se conserva una fotografia suya, hecha durante su estancia en San Petersburgo. En ella se ve a un vestido con un pesado abrigo de pieles. Al dorso lleva la jactanciosa dedicatoria con que se la mandó a la mujer de un guardabosques que habia conocido de niña: «Fotografia de Henry Schliemann, antes aprendiz del señor Hückstaedt, en Fürstenberg; y hoy comerciante de primera categoria en San Petersburgo, ciudadano honorario ruso; juez en los tribunales comerciales de San Petersburgo y director del Banco Imperial del Estado de San Petersburgo».

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Schliemann en San Petersburgo

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Comienza a realizar su sueño.

En 1868 se trasladó a Ítaca, por el Peloponeso y por la Tróade. En de diciembre del mismo año está fechado el prólogo de su libro «Ítaca», cuyo subtítulo reza: «Investigaciones arqueológicas de Heinrich Schliemann».

¿No parece increíble que un hombre que tiene en su mano los mayores triunfos comerciales abandone sus negocios para emprender el camino soñado en su juventud? ¿Qué un hombre y con ello llegamos al nuevo episodio de aquella gran vida – se atreva, con el único bagaje de su Homero, a desafiar al mundo cientifico que no creia en Homero; y haciendo caso omiso de las plumas de los más famosos filólogos prefiera aclarar con la piqueta lo que cientos de libros aparecidos hasta entonces habían enmarañado?

Homero, en efecto, era considerado en los días de Schliemann como el simple cantor de un mundo antiquísimo desaparecido, pero se dudaba de su existencia y de cuanto relataba, y a los sabios de la época no les cabía en la cabeza el concepto que se ha expresado más tarde cuando audazmente se le ha llamado «el primer corresponsal de guerra”. El valor histórico de su relato de la lucha en torno al castillo de Príamo se consideraba igual al de las antiguas gestas e incluso se creía perteneciente al mundo tenebroso de la mitología.

Mas por lógicas y bien fundamentadas que estuvieran tales ideas, ellas no le hicieron desistir de su fe en el mundo homérico. Para él, cuanto leía en su Homero era pura realidad; lo mismo a los cuarenta y seis años de edad que cuando era un niño y soñaba ante la ingenua reproducción del Eneas fugitivo.

Al leer en la descripción del escudo gorgónico de Agamenón que la correa del escudo tenia el aspecto de una serpiente de tres cabezas, y al saber cómo eran los carros de combate, las armas y demás utensilios que allí se describían con todos sus detalles, para el no cabía la menor duda de que tenía ante sí la descripción de una auténtica realidad de la historia griega. Todos aquellos héroes, Aquiles y Patroclo, Héctor y Eneas, sus hazańas, sus amistades, su odio y su amor, ¿podían ser solamente invenciones?

Creía en la existencia real de todo aquello y su creencia comprendia toda la antigüedad helénica y los grandes historiadores Heródoto y Tucídides, que siempre habían opinado que la guerra de Troya había sido un acontecimiento histórico, y a todos cuantos habían participado en ella los consideraba como personalidades históricas.

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Con Homero por tutor y guía

Provisto de este convencimiento el ya millonario Heinrich Schliemann, a los cuarenta y seis años, no se trasladó a la Grecia Moderna, sino que fue al reino de los aqueos. Cuenta el mismo la anécdota que le reafirmó en su fe y avivó su entusiasmo, de que en su encuentro con un herrador de Ítaca, éste le presentó a su mujer, que se llamaba Penélope, y sus dos hijos, Ulises y Telémaco.

Parece inverosímil, pero sucedió así: Una noche, sentado en la plaza del pueblo, aquel extranjero rico y extraño que leía a los descendientes de los que habían muerto hacía tres mil años, el canto XXIII de la Odisea. Vencióle la emoción y lloró; y con él lloraron los presentes, hombres y mujeres…

Es asombroso lo que sucedió. Pues ¿en qué otros casos de la Historia el simple entusiasmo había conducido al éxito?

Schliemann, sin conocimiento científicos de arqueología, no era un experto, ni hombre de grandes conocimientos, salvo las lenguas, al empezar su labor investigadora. Y, sin embargo, la suerte le favoreció como a ningún otro.

La mayoría de los sabios contemporáneos designaban como presunto lugar donde se había levantado Troya, en caso de que hubiera realmente existido, al pequeño pueblo de Bunarbashi, que solamente se distinguía, incluso hoy dia, por tener en cada una de sus casas hasta doce nidos de cigüeña. Pero también había dos fuentes que impulsaban a los audaces arqueólogos a creer en la posibilidad de que allí hubiera existido realmente Troya.

Según lo que nos dejó escrito Homero en el canto XXII de la Iliada, versos 147 a 152: «Allí brotan dos fuentes gorgojeantes de las que nacen dos riachuelos afluentes del turbulento Escamandro. La una manó siempre agua caliente, como el humo del fuego ardiente; la otra está siempre fria como el granizo, incluso en verano, y en invierno arrastra trozos helados.”

Schliemann contrató un guia por cuarenta y cinco piastras, montó en un rocín sin riendas ni silla y echó el primer vistazo al país de sus juveniles ensueños.

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Él mismo confesó que le costó trabajo dominar su emoción cuando se vió ante la inmensa llanura de Troya, cuyo aspecto había soñado en su primera infancia.

Primer intento fallido

Sin embargo, esa primera ojeada le decia que aquél no podía ser el lugar de la antigua Troya. Alejado como estaba, a tres horas de la costa, mientras que los héroes de Homero eran capaces de correr a diario varias veces de sus barcos al castillo. Y en aquella colina, ¿podía haber estado el castillo de Príamo con sus sesenta y dos estancias, sus ciclópeas murallas y el camino por donde el famoso caballo de madera del astuto Ulises habia sido llevado a la ciudad?

Schliemann estudió el emplazamiento de las fuentes y movió negativamente la cabeza. En un espacio de quinientos metros no contó dos como decía Homero, sino treinta y cuatro fuentes;  en aquel lugar conocido como «Kirk Gios», es decir, “los cuarenta ojos”.

¿Acaso Homero no habia hablado de una fuente caliente y otra fria? Schliemann, que interpretaba a su Homero literalmente, sacaba el termómetro del bolsillo, lo hundía en cada una de las treinta y cuatro fuentes y en todas hallaba la misma temperatura de diecisiete grados y medio.

Abría una y otra vez la Ilíada y leía los versos donde se narra la lucha terrible de Aquiles contra Héctor; como Héctor huía del “corredor audaz” y cómo daba la vuelta a la fortaleza de Priamo, por tres veces, mientras los dioses le contemplaban.

Schliemann halló una pendiente tan empinada que se vio obligado a trepar por ella andando a gatas. Esto le confirmaba en su convicción de que Homero, cuya descripción del país le parecía un auténtico mapa topográfico, nunca hubiera consentido en hacer trepar a sus héroes por tres veces cuesta arriba y además corriendo.

Y con el reloj en una mano, y el libro de Homero en la otra, andaba y desandaba el camino entre la colina donde suponía haberse hallado Troya y los montículos de la costa, junto a los cuales se decia que se habian guarecido los barcos aqueos.

Recordó el primer día de combate de la lucha troyana, descritos en los cantos segundo al séptimo de la lliada, y observó que si Troya hubiera estado situada en Bunarbashi, los aqueos, en nueve horas de combate, habrían recorrido ochenta y cuatro kilómetros.

La completa justificación de sus dudas la halló en la carencia de todo vestigio de ruinas, incluso de los trozos de cerámica típicos en los hallazgos de tumbas hechos por los arqueólogos.

«Micenas y Tirinto – pensaba Schliemann – han sido destruidas hace 2.395 años , y sus ruinas son tales que seguramente durarán otros 10.000 años más. Troya fue destruida 722 años antes, y no es posible que murallas ciclópeas desaparezcan sin dejar huellas. Y allí no había ni rastro de muralla alguna.

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Otra oportunidad por delante

Más tarde encontró que entre las ruinas de Nueva Ilión, pueblo ahora llamado Hissarlik (palacio), al norte de Bunarbashi, y sólo a una hora de distancia de la costa había posibilidades. Por dos veces, Schliemann se quedó admirando la cima de aquella colina que presentaba el aspecto de una meseta cuadrangular y llana, de 233 metros de lado. Entonces sí quedó convencido de haber hallado Troya.

Metódicamente fue reuniendo evidencias. Y descubrió que Frank Calvert, vicecónsul americano, inglés de nacimiento, dueño de una parte de la colina de Hissarlik, donde poseía una villa, y había realizado algunas excavaciones que le habían llevado a la misma teoría de Schliemann, pero sin llegar a otras consecuencias. Otros eran también el investigador escocés C. MacLaren y el alemán Eckenbrecher, cuyas voces nadie escuchaba.

Pero, ¿dónde hemos dejado las famosas fuentes de Homero, argumento principal de la teoria de Bunarbashi? Schliemann tuvo un instante de vacilación al ver que aquí sucedia lo contrario que en Bunarbashi, pues no encontró fuente alguna. Prefirió pensar en la observación de Calvert de que, con el transcurso del tiempo, en suelo volcánico suelen desaparecer las fuentes de agua caliente y otras veces aparecen de nuevo.

La lucha de persecución entre Héctor y Aquiles ya no tenia nada de inverosímil, pues este lugar las pendientes eran suaves. Quince kilómetros para dar tres veces la vuelta a la ciudad, en combate encarnizado, era más verosímil en este nuevo emplazamiento.

Volvió a encontrar la opinión de los antiguos más valiosa que la ciencia de sus días. Heródoto había dicho que Jerjes se había presentado en Nueva Ilión (Troya), había inspeccionado los restos de la «Pérgamo de Príamo» había sacrificado mil terneros a la Minerva ilíaca.

Y que según Jenofonte, el caudillo miliar de Lacedomia, Míndaro, hizo lo mismo. Asi como, según Arriano, Alejandro Magno, no satisfecho con los sacrificios, tomó armas de Troya y las hizo llevar por guardia personal al combate como mágico simbolo de fortuna. Y César mismo, ¿no se preocupó por Ilium Novum, en parte porque admiraba a Alejandro, y en parte también porque se creía descendiente de los troyanos?

¿Es posible que todos ellos hubieran perseguido solamente un sueño, o falsas noticias de su época?

Una vez que había ido acumulando pruebas, Schliemann dejó aparte toda erudición y contempló maravillado el paisaje y escribió tal como había exclamado sin duda de niño: “Así, puedo añadir que apenas pisa uno la llanura de Troya, queda asombrado al punto por la vista de la hermosa colina de Hissarlik, que por su naturaleza estaria predestinada a sostener una gran ciudad con su ciudadela. Además, esta posición, hallándose bien fortificada, dominaria toda la llanura de Troya y en todo el paisaje no hay un solo punto que se pueda comparar con éste. Desde Hissarlik se ve también el monte Ida, desde cuya cima Júpiter dominaba la ciudad de Troya.”

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Manos a la obra

Asi, pues, emprendió su trabajo con el empeño de quien está en su tarea.

Toda la energia que había convertido al aprender de tendero a millonario, se aplicaba ahora a la realización de su infantil sueño. E incansable, empleó todos sus medios materiales y sus propias energías.

En 1869 se casó con la griega Sofía Engastrómenos, en la que veía la hermosa imagen de Helena. Quién pronto se entregó por completo, como él, a la gran tarea de hallar el pais de Homero. Juntos compartieron las fatigas, las penalidades y las adversidades, que no faltaron en su obrar.

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Heinrich y Sophia Schliemann.


En abril de 1870 empezaron sus excavaciones con cien obreros trabajando en ellas. Impaciente pero tranquilo nada le detenía: ni las fiebres palúdicas que transportaban los obreros de los pantanos, ni la carencia de agua ni la lentitud administrativa de las autoridades y la consideración de loco y advenedizo que tenían de él los cientificos de la época.

Decía Homero que en lo alto de la ciudad se había erguido el templo de Atenea; que Poseidón y Apolo habían construido la muralla de Pérgamo. Siendo así en medio de la colina debía de levantarse el templo, y a su alrededor, con sus cimientos bien clavados en tierra, la muralla de los dioses.

Empezó a excavar en la colina y halló resistencia de pequeños muros, no coincidentes con lo esperado por lo que los derribó. Encontró armas, utensilios domésticos, joyas y vasos, pruebas irrefutables de que allí había existido una rica ciudad; pero halló otra cosa que por primera vez haria correr el nombre de Heinrich Schliemann por el mundo entero.

Bajo las ruinas de la Nueva Ilión halló otras ruinas, y debajo de éstas, otras más. Aquella colina parecía una inmensa cebolla cuyas capas habría que ir retirando una tras otra. Y cada una de estas capas eran de pueblos de épocas muy distintas que habían terminado desapareciendo. Una civilización había sucedido a otra, y cada vez se había vuelto a elevar una nueva ciudad sobre la antigua ciudad vencida.

En el curso de los años halló siete ciudades sepultadas, y más tarde dos más. Nueve miradas a un mundo insospechado, y del que nadie había tenido noticia.

¿Cuál era la Troya de Homero, de los héroes y de la lucha heroica? La capa más profunda era la prehistórica, la más antigua, tan antigua que sus habitantes aún no conocian el empleo del metal, y que la capa más a flor de tierra tenia que ser la más reciente, guardando los restos de la Nueva Ilión, por donde Jerjes y Alejandro habían pasado.

Schliemann excavaba y excavaba con paciencia y perseverancia. En la penúltima y antepenultima capas halló huellas de incendio, ruinas de fortificaciones poderosas y restos de una puerta gigantesca. Entonces, por fin,  estuvo seguro: aquellas fortificaciones eran las que rodeaban el palacio de Príamo, y aquélla era la famosa puerta Escea.

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La muerte de Héctor

Fue hallando tesoros, tesoros arqueológicos que, algunos, remitía a su casa y otros se los daba a los expertos para su valoración, íbase perfilando la imagen de una época lejana, de un cuadro acabado en el cual se distinguían todos los detalles.

Fue el triunfo de Heinrich Schliemann, pero también el de Homero. Lo que había sido leyenda y mitología, atribuido al poeta, cobraba vigorosa realidad al quedar demostrada su existencia.

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Troya aparece 3000 años después

Una oleada de entusiasmo recorrió el mundo entero. Y a Schliemann, que con sus obreros había removido más de 25.000 metros cúbicos de tierra, le pareció que tenía derecho a respirar un poco. Empezó a dirigir su mirada a otras tareas señalando el 15 de junio de 1875 como penúltimo dia para las excavaciones. Y luego, un dia antes de dar el último golpe de pico, halló lo que coronaría su trabajo con legítimo brillo áureo, conquistando la admiración del mundo.

El suceso fue en extremo dramático y casual, hasta increíble. Era en las primeras horas de un dia caluroso. Schliemann, como de costumbre, inspeccionaba con su esposa las excavaciones, convencido de que ya no hallaría nada importante, mas a pesar de todo, siguió los trabajos lleno de atención.

Habia llegado a veintiocho metros de aquellos muros que Schliemann atribuía al palacio de Príamo, cuando su mirada se fijó repentinamente en un punto que animó de tal modo su fantasía que se vio inmediatamente impulsado a obrar como bajo una sensación eufórica. Y, ¡quién sabe lo que aquellos obreros hubieran hecho si hubiesen sido los primeros en ver lo que vio Schliemann! Tomó a su mujer del brazo, y le murmuró:

-¡Oro!

Ella lo miró, asombrada.

-¡Pronto! – dijo–, manda a casa los obreros, inmediatamente.

-Pero… – empezó la hermosa griega,

-Nada de peros; diles lo que te parezca, que es mi cumpleaños, que te has acordado de pronto… y que todos tienen que celebrarlo con un dia libre. Pero pronto, muy pronto.

Una vez libre de miradas la excavación, mandó a su mujer:

– ¡Aprisal Vete en busca de tu pañuelo encarnado – gritó Schliemann mientras saltaba a la fosa y con un cuchillo escarbaba como un loco. Enormes moles de piedras, escombros de millares de años, quedaban suspendidos de modo cada vez más amenazador sobre su cabeza. Pero no le preocupaba el peligro.

Con la mayor presteza, separó el tesoro con un cuchillo, cosa que no era fácil sin gran esfuerzo y peligro para su vida, cavando bajo la gran muralla de la fortificación que amenazaba enterrarle a cada momento. «Pero a la vista de tantos objetos, cada uno de los cuales tenia un valor inmenso, me volvía audaz y no pensé en peligro alguno”, cuenta él mismo.

El marfil brillaba discretamente, el oro tintineaba. Su mujer tendió el pañuelo, y éste se fue cubriendo de tesoros de valor incalculable.

¡El tesoro de Príamo! El dorado tesoro de uno de los reyes más poderosos de los tiempos más remotos, amasado con sangre y lágrimas; las joyas de personas semejantes a los dioses, un tesoro enterrado durante tres mil años y sacado a la luz de un nuevo dia bajo las murallas de siete olvidados. Schliemann no dudó ni un instante de que había hallado el tesoro.

Pero poco antes de su muerte se demostró que se habia dejado llevar por la  embriaguez de su entusiasmo, y que la Troya homérica no correspondia a la segunda ni a la tercera capa, sino a la sexta, contando desde la mås antigua, y que aquel tesoro pertenecía a un soberano mil años más antiguo que Príamo.

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Los esposos ocultaron aquellas riquezas en una choza, cual si fuesen ladrones. Y luego, llegó el momento en que sobre una mesa de tosca madera se derramó aquel tesoro. Habia diademas y brazaletes, cadenas, broches y botones, fibulas, serpientes e hilos.

Probablemente, algún miembro de la familia de Príamo guardó este tesoro en una caja, apresuradamente, sin tiempo para echar la llave, y en la muralla debió ser alcanzado por alguna mano enemiga o por el fuego, y se vería obligado a abandonar la caja, que quedó en el acto cubierta por cinco o seis pies de ceniza ardiente y piedras del palacio que se derrumbaba.

Y Schliemann, el soñador, toma unos zarcillos y un collar y se los pone a su joven esposa. ¡Joyas de tres mil años para aquella mujer griega que no pasa de los veinte! Hechizado, la contempla.

– ¡Helena! -murmura.

¿Pero qué haría con tal tesoro? Schliemann no puede ocultarlo, y la noticia del hallazgo se hace pública. Recurriendo a medios azarosos, saca el tesoro con ayuda de unos parientes de su mujer y lo lleva a Atenas, y de allí a otra parte. Cuando, por orden del gobernador turco, se incautan de la casa de Schliemann, los funcionarios ya no encuentran huella alguna de oro en la misma.

¿Es un ladrón? La legislación turca respecto de los hallazgos antiguos se prestaba a muchas interpretaciones. Alli reinaba el capricho. ¿Es motivo para maravillarse o sorprenderse que aquel hombre que había entregado su vida a un sueño, al verse coronado por el triunfo, intentara salvar para sí y para la ciencia de Europa aquel tesoro?

No había intenciones de expolio y ganancia en Schliemann pues ya era todo lo rico que pudiera ser, él obraba así por resguardarlo para la posteridad.

Cuando Schliemann sacó el “tesoro de Príamo” se sentía en la cima de su vida. ¿Podía ser superado tan resonante triunfo? Había descubierto la ciudad perdida durante tres mil años y Homero añadió a su grandeza poética su valía de historiador.

El niño pobre que halló un tesoro – Schliemann y Homero

Próxima entrega de la vida de Heinrich Schliemann: La máscara de Agamenón.

El niño pobre que halló un tesoro – Schliemann y Homero

FiN

La tetralogía sobre Schliemann:

1.- El niño pobre que halló un tesoro – Schliemann y Homero.

2.- La máscara de Agamenón – Schliemann y Pausanias.

3.- Tirinto y Creta – La muerte de Schliemann.

4.- El hilo de Ariadna – Evans y Schlieman.

Indigenismo y Leyenda Negra.