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Isabel la Católica

29/12/2022

Escritor Español Petrusvil

Poeta, escritor, divulgador y analista.

Si está cansado de escritores mentirosos, melifluos o políticamente correctos. Si prefiere la prosa y la poesía con alma, sentimiento y vehemencia, la verdad transparente sin eufemismos ni tergiversaciones, entonces yo soy su pluma. 

Tiempo de lectura 14 minutos.
Isabel la Católica

Es literalmente imposible hallar en la Historia de España ningún personaje de la transcendencia de Isabel I de Castilla, que entraría en la Historia con el sobrenombre de “Isabel la Católica”. (Isabel la Católica)

Su importancia reside en la incuestionable envergadura de la obra sociopolítica realizada durante su reinado: el embrión de la unión final de Castilla y Aragón, la expulsión de los árabes de la Península Ibérica con la conquista de Granada, el descubrimiento colombino y los esplendorosos comienzos del imperio “donde no se ponía el sol”, el nacimiento de la Monarquía española en su proyección europea gracias a las estrategias matrimoniales, los cimientos de la construcción jurídica de un Estado monárquicamente fuerte, el impulso de la reforma del clero castellano, etcétera; todo ello vinculado a un contexto histórico muy determinado y a una serie de notables figuras que rodearon a la reina: desde el mayordomo mayor Gonzalo Chacón – que la tuteló en la minoría de edad-, su esposo, Fernando II de Aragón, el modelo de “El Príncipe” de Maquiavelo, y el cardenal Cisneros, confesor y consejero en la madurez.

Isabel la Católica

Nacimiento y situación política

Nacía la soberana católica el 22 de abril de 1451 en Madrigal de las Altas Torres, tras un difícil parto para la reina Isabel de Portugal , segunda esposa del rey Juan II de Castilla.

En un reino por entonces alborotado, con una autoridad regia que no acaba de imponerse e inmerso en una corriente de ambiciones alrededor, especialmente, del poderoso noble don Álvaro de Luna (casi un valido), Isabel no estaba destinada a reinar. De hecho, cuando tres años después muere su padre, ascenderá al trono su hermanastro Enrique, por lo que la lógica sucesoria le era esquiva.

Enrique IV heredaba una Castilla marcada por revueltas y desórdenes; el carácter del nuevo monarca no era el más idóneo para poner fin a aquella situación. Mientras, la niñez de Isabel transcurría en Arévalo, donde se había refugiado la reina viuda; aquel tiempo descuidado terminó de forma abrupta cuando la por entonces la infanta y su hermano Alfonso (nacido en 1453) fueron llamados a la Corte, con lo que terminó de arrojar a la soberana portuguesa de la melancolía a la locura.

En la Corte, Isabel es puesta bajo la tutela de don Gonzalo Chacón y su situación encontró la postura crítica de la nobleza, que veía a la infanta como una prisionera de su hermanastro. En parte era así: el Rey usaba de una estrategia política para evitar el desencadenamiento de un movimiento dinástico alrededor de Isabel, llevado a cabo por unos nobles cada vez más soliviantados.

El levantamiento de la liga nobiliaria fue en 1465, y no en torno a Isabel, sino a un jovencísimo Alfonso: la Farsa de Ávila “depuso” a Enrique y “proclamó rey” a su hermanastro. El levantamiento de los nobles terminó por significar la liberación de Isabel del control enriqueño, toda vez que el rey perdió Segovia frente al partido nobiliario en 1467, a donde había mandado a su mujer, la reina Juana de Avis, a su hija y a su hermanastra, pensando que en aquella plaza estarían seguras.

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Heredera al trono

La aventura alfonsina llegó a su fin el 5 de julio de 1468, cuando muere Alfonso, ayudado en aquel trance por su hermana Isabel, en tanto que ambos estaban entrañablemente unidos.

Enrique tenía la pretensión de que Castilla volviese a la senda de la paz bajo su poder. Isabel, en cambio, ante un reino roto, aspiraba a recoger el legado de Alfonso y a presentarse como la heredera al trono de Castilla una vez muriese su hermanastro. Sin embargo, antes tenía que superar un importante escollo, representado por la princesa Juana, hija y heredera del Monarca castellano.

La baza en esa partida consistía en que las dudas sobre la paternidad regia de la primogénita de Enrique IV eran rotundas; fuese cierto o no, la princesa Juana recibía el apelativo de “La Beltraneja”, por Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, privado del rey, al que se consideraba el auténtico progenitor de la heredera.

Se fraguaba así el partido isabelino, dispuesto a apoyar y a defender los derechos sucesorios de Isabel, encabezados por el arzobispo de Toledo y con el apoyo del rey Juan II de Aragón. También se forjaba el carácter de la propia Isabel: su sentido de la realidad, de afrontar en cada momento los retos posibles, de saber ir ganando las batallas políticas que día a día se iban planteando.

El Tratado de los Toros de Guisando (18 de septiembre de 1468) suponía oficialmente el desistimiento de la herencia de la princesa Juana y la proclamación de Isabel como heredera. No obstante, en la práctica, esta última se encontraba a merced del marqués de Villena, amo de la voluntad del rey, controlándola dentro de un auténtico encierro en Ocaña.

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Matrimonio con Fernando de Aragón

Decidida, la joven aprovecha el aniversario de la muerte de Alfonso para huir y refugiarse en Valladolid, en donde pretende organizar su matrimonio.

Por entonces, un joven príncipe Fernando, inteligente y formado, de carácter fuerte y veleidades caballerescas, aceptaba la aventura de viajar en ayuda amorosa de la regia dama en apuros en una revuelta, por entonces, Castilla bajo el reinado de Enrique IV. No en vano, el retrato de Isabel que transmite Hernando del Pulgar era el de una dama de porte majestuoso, propio de una reina, mirar gracioso y honesto, cara hermosa y alegre, hablar cortés, religiosa y de gran corazón, mas rigurosa y justa.

No es de extrañar el romanceresco desarrollo de los acontecimientos que tuvo lugar con aquel encuentro y el repentino enamoramiento de ambos jóvenes, después de que el príncipe había arrostrado serias dificultades y riesgos para asistir a su cita con Isabel. Se consumó la boda el 19 de octubre 1469.

Es así como se produce la conjunción de dos personajes de primer nivel, que cada cual por sí mismo hubiera sido capaz de hacer grandes cosas, pero que, actuando unidos, llevarían a cabo verdaderos prodigios. Un matrimonio que alcanzó la armonía conyugal, más allá de desavenencias y momentos críticos, a medida que fueron resolviéndolos.

Así, años más tarde, en Segovia (1475) se gestó una concordia que estableceó las prerrogativas de cada uno de los dos para el gobierno del reino, pues las ansias de poder de Fernando sobre Castilla habían erosionado la relación matrimonial, y la grandeza de Isabel lo conseguiría salvar, al tiempo que mantuvo su autoridad sobre la corona castellana, dejando nien a las claras la participación de su marido.

En el plano más personal, Isabel y Fernando se unieron frente a los retos a los que tuvieron que hacer frente a la vez que disfrutaban del amor (como prueba la correspondencia privada de los monarcas). Todo ello sin que faltasen roces. Era conocido el carácter en ocasiones altivo y distante de Isabel, que contrastaba con el ardor mujeriego de Fernando. Por otro lado, los celos de la reina también eran notorios, conciliados por su paciencia en perdonar las infidelidades de su marido.

Hasta 1474, sucede un lustro enrevesado. Isabel quería mantener la paz del reino, pero no iba a renunciar a sus derechos al trono: tenía un carácter firme y una clara inteligencia política. Fernando, más ambicioso, anhelaba la unión dinástica. La relación con el rey Enrique IV era problemática. Por otro lado, desde Roma, el Papado no terminaba de conceder una necesaria dispensa para validar aquel matrimonio entre parientes.

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Reina de Castilla

Finalmente, el 12 de diciembre de 1474 muere Enrique IV y explota la guerra civil en Castilla, entre isabelinos y partidarios de la princesa Juana, la Beltraneja. Esta última recibía el apoyo de su tío, el rey de Portugal, Alfonso V, internacionalizando un conflicto interno.

Por su parte, en Segovia, Isabel es proclamada reina de Castilla; otras ciudades como Burgos o Ávila la apoyan, al igual que importantes linajes, como los Enríquez, los Mendoza y los Alba. La batalla de Toro (1476), de resultado incierto, y las victorias por tierras extremeñas fueron rentabilizadas políticamente por los isabelinos, superados en el mar por los portugueses. Se llegó así al Tratado de Alcaçobas (1479), que dejó fuera de la conflagración a Portugal, claramente más interesada en su expansión atlántico-africana, y a la princesa Juana; el rey portugués, decidido a una salida honrosa para su sobrina, logró que ésta terminase profesando como monja en el convento de clarisas de Coímbra.

Un nuevo deceso marca el rumbo regio de Isabel. El 19 de enero de 1479 fallecía el monarca aragonés Juan II. Fernando se convertía en rey de Aragón y el matrimonio unía los destinos de ambas coronas, castellana y aragonesa, en un mismo trono. Isabel estaba decidida a conocer aquellos reinos tan hispanos, pero tan distintos a su Castilla, y no dudó en partir hacia Aragón (1481) para que sus nuevos súbditos conocieran a su reina.

Isabel era entonces plenamente consciente de que podía acometer cualquier gran empresa. Aquel águila de San Juan, bajo cuya protección había puesto su corona, iniciaba un vuelo que entre 1480 y 1492 tendría un período glorioso.

Una vez concluida la Guerra Civil, se produce un fortalecimiento de la autoridad y del poder real, con el consecuente debilitamiento de la nobleza. Isabel, con ayuda de su marido y de sus consejeros, consigue una monarquía capaz de avasallar y controlar las diferentes fuerzas e intereses de cada uno de los reinos.

El aparato administrativo fue clave para controlar el reino. Así, los Reyes reorganizaron el Consejo de Castilla, órgano principal en la toma de decisiones de asuntos políticos, en temas jurídicos y administrativos. Los monarcas optaron por nombrar para los puestos de mayor relevancia a personal cualificado, procedente de capas sociales medias o de la pequeña nobleza, evitando así que los linajes nobiliarios más importantes acapararan los centros de poder.

Las reformas administrativas se ven acompañadas de la elaboración de un cuerpo legislativo que ordenaría el arsenaljurídico anterior, dando luzal panorama legal castellano. Para ello, se acudió al jurista Alfonso Díaz de Montalvo, que emprendió la ardua tarea de codificar todas las leyes del reino en Las Ordenanzas Reales de Castilla (1484). El eje programático en lo político se clarifica en las Cortes de Toledo de 1480, donde se pueden apreciar claramente los objetivos diseñados por los Reyes.

Por un lado, se pretendía organizar el aparato administrativo; por otro lado, desempeñar con sabiduría y equidad el principio de Justicia; por último, se trataría de reactivar y fomentar el desarrollo de la Hacienda. En esas mismas Cortes se establecieron las formas de salvaguardar el orden, mediante la Santa Hermandad y los principios regios en relación con la Iglesia de Castilla; en ese momento se decidió poner en funcionamiento el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, tras haber recibido, en 1478, la aprobación del Papado. Otro de los temas tratados en las Cortes de Toledo fue la estrategia a seguir en una de las grandes hazañas del reinado isabelino: la conquista de Granada.

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La conquista de Granada

Fortalecidos en su autoridad, jóvenes y animosos, con el afán de grandeza del espíritu renacentista, los Reyes Católicos emprenden un nuevo reto de envergadura y calado, como era el de poner fin a la presencia musulmana en la Península Ibérica. Se trataba de marcar un hito histórico. En consecuencia, para llevar a cabo la Guerra de Granada, fue necesario un enorme esfuerzo, tanto militar como económico; la población castellana tuvo que contribuir al desarrollo de la empresa bélica en varias ocasiones mediante el pago de impuestos extraordinarios; auxiliaron con hombres y armas los grandes y las ciudades de  Castilla.

Se sucedieron diez largos años de conflagración, a pesar de las evidentes debilidades de los nazaríes y de las grietas en la dinastía reinante. Sólo en 1492 se pacta una capitulación final para la ciudad de Granada (tras otros tantos acuerdos en distintas plazas granadinas); el territorio nazarí pasó así a formar parte de la Corona de Castilla y los granadinos mantuvieron temporalmente sus usos y costumbres (asimilación que se alcanzó tras un azaroso proceso no exento de violencia). Isabel decidió ser enterrada en Granada en tanto que la soberana concibió su conquista como una gran empresa santa, la justificación ideológica y moral de su reinado.

Escudo de armas de los reyes Católicos.svg
Escudo de los Reyes Católicos,
(1492-1504)

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1492 año emblemático

1492 fue el año emblemático del reinado de Isabel La católica pues en él confluyeron tres hechos históricamente trancendentales como fueron la conquista de Granada con el fin de la presencia musulmana en el territorio ibérico; el decreto de expulsión de los judíos y el descubrimiento de América.

Por un lado, las sombras del carácter de Isabel I, más rígido y pietista, severo, temible y justiciero, se ciernen al respecto de la expulsión de la comunidad judía; la religiosidad de la reina fue en aumentó conforme lo hicieron sus responsabilidades de gobierno, y con ese espíritu prefirió ser más temida que amada. Consecuencia del deterioro progresivo de la situación social de los judíos, esta comunidad se presentaba como un elemento negativo para ciertos sectores de la sociedad castellana. El duro decreto de expulsión (cierto que con la alternativa de la conversión) es firmado en Granada tras largas deliberaciones de los monarcas con sus colaboradores (el cardenal Mendoza y fray Hernando de Talavera). No obstante, las fuentes de la época resultan exculpatorias para Isabel: “El Señor ha puesto este pensamiento [de la expulsión] en el corazón del Rey [Fernando]”.

Por otro lado, nuevamente, Isabel se muestra ambiciosa y osada para afrontar un nuevo sueño pretérito: el ultramarino. Pues sólo bajo esta perspectiva se puede entender que la Reina amparase a un oscuro y desconocido navegante para afrontar un más que incierto viaje en la búsqueda de las costas del Lejano Oriente yendo por Occidente.

El primer viaje de Cristóbal Colón vino a suponer el descubrimiento para la Cristiandad de un nuevo continente y el logro más impresionante de la política expansionista castellana. La gesta colombina cumplía anhelos renacentistas y cristianos, y, nuevamente, la reina Isabel los hacía posibles. El triunfo del Nuevo Mundo fue el primer jalón de lo que iba a ser el mayor imperio que ha visto la Humanidad.

La reina Isabel La Católica y los indios
En real cédula de 29 de mayo de 1493, da instrucciones a Colón para su nuevo viaje: «De aquí adelante traten muy bien y amorosamente a los dichos indios, sin que le hagan enojo alguno».
En 1500, tras conocer de primera mano en Sevilla la triste suerte de los indios, prohibió su servidumbre y que se trajeran más de América.
“Cásense españoles con indias e indias con españoles”, fue la orden que en 1503, le dio Isabel a Nicolás Ovando, gobernador de La Española 
En 1503 autorizó que pudieran venir solo cuando ellos mismos lo quisieran y así lo certificara el gobernador (real carta a fray Nicolás de Ovando de 20 de diciembre de 1503).
Por último, en sus disposiciones testamentarias, doña Isabel ordenó a sus herederos: «No consientan ni den lugar que los indios, vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados» (codicilo de 23 de noviembre de 1504).

Colón en Barcelona ante los Reyes Católicos al regreso del primer viaje.

Diplomacia y política de alianzas matrimoniales

Entre 1493 y 1494, la diplomacia castellana consigue la legitimación papal a la expansión oceánica y la armonía con Portugal a través del Tratado de Tordesillas; en ambos procesos, Isabel se implicó profundamente. Habiéndose hecho fuertes frente a Carlos VIII de Francia con el Tratado de Barcelona (1493)  y la incorporación de los condados de Rosellón y Cerdaña.

Los monarcas de más renombre de la Cristiandad trazan una política de alianzas matrimoniales que los posicionan adecuadamente en el tablero occidental y frente a las ambiciones francesas, especialmente en el marco italiano; entre 1495 y 1504 se desarrollaron las guerras hispano-francesas por el dominio de Nápoles, que tanta gloria dieron a las huestes hispanas y, sobre todo, a Gonzalo Fernández de Córdoba, el “Gran Capitán”, el fiel soldado por quien la reina siempre mostró afecto.

La baza ganadora de Isabel en la política exterior eran sus hijos: el príncipe de Asturias, Juan, y las cuatro infantas, Isabel, Juana, María y Catalina. Entre 1496 y 1497 se realizarían tres matrimonios que

afianzarían el poderío europeo de Isabel y Fernando: la infanta Juana con Felipe el Hermoso, hijo del emperador Maximiliano y archiduque de Borgoña; el segundo matrimonio, el del príncipe Juan con Margarita de Flandes, hermana del anterior; el tercero, el de la hija primogénita Isabel con el rey Manuel I el Afortunado de Portugal. En 1501 se acordaría el enlace entre Catalina y el heredero al trono inglés, el príncipe Arturo.

Isabel mostró en la despedida de sus hijos un nuevo registro: el de la madre amorosa, preocupada por la incierta aventura en la que se embarcaba su prole; los años habían atemperado su fuerte carácter. El camino de la gloria, que, una vez más, tan certeramente había diseñado Isabel junto a su esposo y a sus consejeros, en esta ocasión topó con un enemigo invencible: la muerte. El príncipe de Asturias moría de tuberculosis en 1497.

Un año después, fallecía Isabel en el parto de su primogénito, Miguel, que también moría pasados dos años siendo príncipe de Asturias y heredero del trono de Portugal; María, hermana de la finada, casaría con el rey viudo. Arturo de Gales murió meses después de su boda y Catalina se desposó con el hermano de aquel, el terrible Enrique VIII (1509), en un enlace que finalmente desembocó en divorcio y en la ruptura del rey de Inglaterra con la Iglesia Católica.

Entre tanta muerte, se elevaban las ansias de grandeza de Felipe el Hermoso, cada vez más alejado de sus suegros y cercano al enemigo francés Luis XII; mientras, la heredera al trono castellano, Juana, se encontraba en un estado de sumisión y violencia permanente ante las continuas infidelidades y desaires de su esposo.

Isabel la Católica

Últimos días

Pese a tanto dolor, Isabel, cada vez más quebrantada en su salud, sacaba fuerzas para afrontar los delicados asuntos de Estado: el levantamiento de los mudéjares granadinos y su conversión forzosa; la evangelización del Nuevo Mundo y la protección de los indígenas, frente a un Colón, mejor marino que gobernante, y a las ambiciones de muchos de los que emprendieron la aventura americana; la cuestión sucesoria, ante las preocupantes tramas urdidas por el archiduque Felipe para alcanzar, a toda costa, el trono de Castilla, alentado por un círculo de flamencos ávidos de dádivas. La reina era rigurosa y severa, incluso consigo misma, y las preocupaciones del reino no podían ser desatendidas.

Isabel la Católica

Sin embargo, la soberana no podía más. Con el cuerpo debilitado y el ánimo deprimido, soportó mal unas fiebres que le aquejaron en el verano de 1504; el otoño de su amada Castilla coincidía con el de su propia vida. Isabel vio próximo el fin y ordenó su testamento; sus últimas voluntades poseen tan fuerte carga religiosa como profundo sentido de Estado.

Como no podía ser menos, se fusionaban a la perfección la reina y la católica.

Testamento y Codicilo de Isabel La Católica.

Primera página del Testamento de Isabel La Católica

A mediodía del 26 de noviembre de 1504, en Medina del Campo, expiraba Isabel I de Castilla. Dejaba un rey y una corte abrumados de pesar, y un legado político tan impresionante como seriamente amenazado: la debilidad de la heredera Juana de Castilla, los afanes de su esposo Felipe El Hermoso, las fricciones de la nobleza castellana con el rey viudo Fernando y de éste con su yerno, o las acechanzas de Luis XII de Francia eran algunos de los grandes escollos a los que se enfrentaba la construcción isabelina.

Desaparecida Isabel, descolló sobremanera la figura Francisco Jiménez de Cisneros, cardenal arzobispo de Toledo, confesor y consejero de la soberana, cuya valía como estadista quedó probada durante las ocasiones en las que se hizo con las riendas del gobierno de Castilla. De este modo, la reina murió, pero su obra perduró, marcando decisivamente y para siempre el devenir de España.

(FiN) Isabel la Católica

Sepulcro de los Reyes Católicos en Granada

FiN

El padre de la Constitución Americana – James Madison