
La última cepa flatulenta
.
Un pueblo cuyo nombre no se podía nombrar
Corría el año 50 d.c. – después del coronavirus – en un pueblo del sudoeste español; cuyo nombre no es que no recuerde sino que no se podía nombrar por orden del señor alcalde. El ínclito burgomaestre de la pedanía innombrable si tenía nombre y se podía nombrar, tanto tanto, ;que era conocido en el mundo entero por el éxito de su saga familiar en controlar el coronavirus y sus cepas desde que el bicho; y su familia había sentado sus reales espigas protéicas en el mundo, campando a sus anchas.
No se sorprendan que no era un émulo vital de Matusalem, pertenecía el nombrable a la tercera generación de regidores in péctore, fórmula sucesoria esta implementada con éxito por la familia Sancho para mantenerse en el poder.
El abuelo del oficiante actual, Sancho Panzo I, debió su éxito a que fue el primero de todos en implantar todo tipo de contramedidas virusianas. Encontró el prócer un resquicio legal, apoyado mayoritariamente por los vecinos – todo hay que decirlo- que le otorgaba manga ancha para obrar.
Así, dotado de la potencia del báculo autócrata, fue el primero en imponer las mascarillas, los guantes de latex, el gel de manos, la distancia social – en todo momento y lugar -; y el aislamiento de los posibles contagiados aunque estuvieran sanos. Fue este el advenimiento del totalitarismo por razones de salud pública.
Los primeros infectados fueron ubicados en una especie de lazareto habilitado al efecto en un área alejada del pueblo. Donde los médicos tuvieron desde el principio acceso al uso de las epi´s más avanzadas y todo tipo de material médico y medicamentos para hacer frente a la virusdemia.
Con todo, el sanatorio cerró sus puertas a los nueve meses por falta de enfermos y la pedanía lo convirtió en casa museo; para recordatorio perenne a los vecinos acerca de lo que podía pasar si no cumplían las sagradas normas covidianas.
La última cepa flatulenta
Impuso el confinamiento perimetral in aeternum. Nadie podía entrar ni salir del pueblo. Todo el abastecimiento esencial era llevado a cabo mediante entregas a domicilio. Y todo el comercio entrante del exterior era depositado en la zona aduanera del municipio; y su logística se llevaba a cabo por personal de la localidad.
Todos los habitantes tenían obligación de descargarse una app que se encargaba de gestionar tanto los trámites administrativos como el protocolo epidémico. En todo momento la alcaldía sabía la ubicación exacta y lo que hacían sus ciudadanos.
Las visiones del alcalde
Sin embargo fueron dos visiones del alcalde primigenio las que obraron el milagro del pueblo sin nombre. A saber, en primer lugar, la construcción de un pozo profundísimo donde fueron a parar las mascarillas usadas; y todo tipo de desechos médicos o de cualquier otra índole para mantener el pueblo impoluto. Habilitóse una ampliación de la red de tuberías que hacía confluir todas las heces y miasmas a la bocana del pozo mágico.
La decisión más controvertida del primus regidor in péctore fue la de usar el pozo como tumba comunal; ya fueran fallecidos a causa del virus o no. Dado que se habían prohibido las autopsias y el protocolo médicoforense no era concluyente, ;para facilitar el trámite funerario, todo finado fue etiquetado causalmente como covidmuerto.
Ciertamente, le tomó menos de una semana convencer al consistorio y a los vecinos de la necesidad del uso como cementerio de la oquedad vertedera; por el bien de la salud comunitaria. Sancho Panzo I, el Salvador, así pasaría a la historia, supo utilizar hábilmente el terror real ;y, sobre todo, el inducido para que la ciudadanía dejara en sus manos un poder omnímodo.
La última cepa flatulenta
Pero la visión más exitosa vino después. El alcalde tuvo un sueño en el cual imaginaba un pueblo aislado del mundo pero conectado virtualmente con él. Era necesario no sólo mantener la vitalidad económica del municipio sino acrecentarla. Así vino a acontecer el programa de empleo virtual más ambicioso que jamás hubiera imaginado mandatario alguno.
Todo el mundo puso manos a la obra para convertir el pueblo en un generador de empleos en la red global con la ayuda de un presupuesto público engordado convenientemente. Se consiguió ser los primeros en acceder a la tecnología 5G, se facilitó a todos los habitantes de smartphones y portátiles de última generación. Otro esfuerzo presupuestario fue subvencionar la habilitación de un despacho ergonómico de trabajo en sus domicilios.
Se habilitó el reconocimiento facial para control de las actividades fuera del domicilio, incluso para las salidas y entradas en los mismos. Se canceló el uso de efectivo y tarjetas, todos los pagos se hacían mediante el reconocimiento facial que se incorporó a la app antes mentada, ;con cargo a las cuentas corrientes personales que pasaron a ser controladas por el consistorio.
Gracias a la contratación virtual – dado que no podían entrar en el pueblo- de una ingente tropa de expertos nombrados a dedo, en el plazo de seis meses todo el mundo estaba trabajando en la red global. El aumento de riqueza fue tal que el déficit público generado por el evento virtualizante fue enjugado; y tornóse en superavit que, el vivillo alcalde, vino a utilizar, entre otras cosas, en actividades sociales, lúdicas y festivas para regocijo del pueblo. Siempre cumpliéndose a rejatabla el protocolo covidiano, eso sí. El antiguo e infalible “Panem et circenses” romano pensaba el cacique pedáneo para sus adentros.
La última cepa flatulenta
Evidentemente algunas tareas requerían de la mano de obra presencial. Tales eran las de limpieza, seguridad ciudadana, empleados de la aduana y logísticos, repartidores a domicilio, etc. A estos trabajadores se les premiaba con el plus de peligrosidad correspondiente y eran tratados como héroes por la comunidad.
Algo preocupó sobremanera al edil in péctore. El aumento progresivo de enfermedades mentales que la disforia virtual y la ausencia del trato personal directo estaba ocasionando entre el respetable. Incluso llegó a pensar en usar el antiguo lazareto convertido en museo como frenopático; pero desistió de ello viendo que los ostentosos y variopintos entretenimientos consistoriales refrenaban de alguna manera la endemia mental. A estas alturas no quedaban reticentes o discrepantes que controlar, a los que también había pensado ;encerrar en el frenopático, pero no hubo lugar a ello. Prácticamente toda la población comía en su mano como dóciles palomas.
El principio del fin
Con el transcurrir de los años, en la sopa nauseabunda del pozo la fermentación de miasmas había ido in crescendo durante más de medio siglo. Un efluvio maligno había ido ascendiendo paulatinamente por la poza conteniendo el resultado de miles de mutaciones víricas,;un interminable número de variantes en un oblongo proceso de perfección vírica y bacteriana; que de estos últimos bichillos parecían haberse olvidado pero medraron a placer en su salsa putrefacta.
En el quincuagésimo aniversario del pozo, que era la fiesta mayor del pueblo, ;se prepararon los mayores fastos para celebrar el medio siglo de su existencia. Para esta ocasión todo el pueblo se había reunido en la plaza mayor a excepción, naturalmente, de los agentes fronterizos. El jolgorio y la alegría estaban desbordados.
Cuando el alcalde, Sancho Panzo III, el pusilánime, acabó su discurso donde anunciaba el fin parcial ;de las restricciones y eliminaba el uso obligatorio de las mascarillas;, y lanzó el cohete que inauguraba las fiestas del pueblo, el servil populacho saltó gozoso. Lanzaron las mascarillas al aire; y empezaron a entonar el himno del pueblo sin nombre que simbolizaba la lucha contra el coronavirus y sus cientos de cepas.
Las gotas salivales y los aerosoles camparon a sus anchas como en las fiestas de antaño, de antes del coronavirus. Volvieron los apretones de manos, los achuchones apretujados y los húmedos ósculos. Olvidóse el saludo codal covidiano. Como para no extasiarse y excederse después de medio siglo de penurias afectivas.
El pueblo se acercó primero tímidamente al alcalde y luego en tromba, emocionados lo mantearon. Acto seguido lo llevaron en loor de multitud, entronizado a hombros dando la vuelta a la Plaza Mayor; como un torero que hubiera arrancado seis pares de orejas y sus correspondientes rabos en una tarde taurina excepcional.
En ese momento el efluvio que ya había alcanzado la boca del pozo empezó a disiparse mezclándose entre la festiva muchedumbre; sin que fueran conscientes de lo que se les avecinaba. Al día siguiente apareció el primer caso. Y en tres días la mitad de la población enfermó de un extraña y virulenta enfermedad sin imaginar que provenía de la malsanía poceril.
La cosa empezaba con eructos irreprimibles que casi reventaban las tripas y los pulmones. Proseguía el martirio vírico con pedos irrefrenables que coadyuvaban a transmitir aún más la aeroefágica enfermedad, ambos por igual en perfecta conjunción ventosa
Luego eran presos de diarreas incontenibles y persistentes. Pasábanse todo el día sentados en el retrete entre ventosidades malolientes y cagarrutas líquidas volátiles. De las mascarillas pasaron a los pañales para adultos hasta acabarse las existencias. Cuando el tercer ojo ya estaba desgarrado por las hemorroides, la muerte sobrevenía con el último pedo después de que no quedara nada por defecar.
A los muertos los iban tirando al pozo – cómo no iba a ser de otra manera si para eso estaba- sin saber que era el origen de su final. El último que quedó vivo fue el alcalde a quien la inmisericorde cepa flatulenta le había reservado una tortura lenta y cruel. El pobre hombre, hecho un ecce homo, fue dignamente a sentarse en el brocal del pozo confiando en que el impulso flatulento del último pedo le haría caer pues no quedaba nadie para enterrarlo.
El éxito del pueblo sin nombre había propalado el método por todos los continentes. Así que en los días siguientes, habiendo corrido como la pólvora la noticia por el “mundo mundial”, se cegaron todas las pozas del orbe. Escarmentados por su soberbia todos los políticos accedieron a eliminar todos los confinamientos, restricciones y medidas antivíricas; y a liberar así a toda la humanidad de su totalitarismo de salud pública.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

La última cepa flatulenta
FiN