El Blog de Petrusvil | Prosa Poesía

El escritor ermitaño

13/09/2021

Escritor Español Petrusvil

Poeta, escritor, divulgador y analista.
Tiempo de lectura 6 minutos.
El escritor ermitaño

Cuando hubo metido la última caja en la repleta despensa se sacudió las manos como quién se las sacude de polvo pero que, en realidad, está llevando a cabo un rito de preparación: ¡Estaba listo! Daba con ello fin a quince días de intensa labor de intendencia encaminada a poder llevar a buen término su deseado objetivo. (El escritor ermitaño)

El escritor ermitaño

Un páramo creativo

Érase un escritor exitoso que repentinamente encontrose en un páramo creativo, yermo de inspiración. Había sido abandonado por las musas que lo encumbraron. Ciertamente era un hombre solitario por su propio carácter asocial y por carecer de familia, por lo que la desesperación había de lidiarla en soledad. Sólo tenía lo que pudiera llamarse un amigo, su abogado y asesor personal que llevaba todos sus asuntos. Fue él el que le propuso el plan para salir de la crisis

– “Noli foras ire, in teipsum reddi; in interiore homine habitat veritas” – le dijo un día-. Reclúyete y búsca en tu interior, ahí está el problema.

No vayas fuera, entra en tí mismo; en el interior del hombre habita la verdad.

San Agustín

Así que buscó una pintoresca casa de campo aislada de la civilización, alejada de toda realidad mundana que pudiera distraerle. Exprofeso renunció a llevarse el móvil y su portátil, pertrechado sólo con sus plumas Parker, decenas de cajas de papel y su extensa biblioteca. Eso no suponía un cambio en sus hábitos amanuenses ya que siempre había escrito sus obras a la antigua usanza.

Había dejado a su abogado instrucciones precisas para que no se le molestara bajo ningún concepto. Fue muy taxativo al respecto, ni aun en caso de hecatombe mundial debía ser molestado en su retiro escritural.

Llevaba quince días inmerso en su recogimiento cuasi monacal y el desespero no había hecho sino aumentar. Horas y horas sentado mirando el oscuro papel de fondo blanco, pluma en mano. Decidió olvidarse de su monomanía, se puso a releer sus libros favoritos, cosa en la que encontraba el placer amoroso del redescubrimiento y a dar largos paseos por las diez hectáreas silvestres de la finca.

Un día sentado en la ribera del riachuelo miraba el plácido fluir del agua y preguntose ¿qué pasaría si el agua dejara de fluir; si el fértil movimiento que vitalizaba el entorno quedárase estático; si una calma chicha inmovilizara el frágil bajel de la vida? Imaginó que se paraba el plácido fluir del agua, que cesaban la brisa y el canto de los pájaros; y en el silencio que aconteció en su mente sólo vio la muerte. Se levantó de un respingo, a la vez aterrorizado y feliz, ¡el verbo había vuelto!

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Seis meses después

Dejó la pluma y miró la última palabra que acababa de escribir: “Fin”. Levantó la mirada hacia el amplio ventanal, abierto de par en par, y se complació en las vistas. El riachuelo fluía, el viento movía las ramas de los árboles y el concierto de los pájaros era más melodioso que nunca. Había llegado el momento de volver a la civilización y avisar a su abogado para que el editor pusiera en marcha la edición del libro. Cogió el sombrero y el bastón y emprendió el camino. Una hora después llegó a los aledaños del pueblo. Su pretensión era recoger su móvil que había dejado en la taquilla de correos y llamar a Felipe – a tal nombre respondía su amigo abogado- para informarle del éxito en su desempeño y darle calurosamente las gracias.

Era una hora muy madrugadora y no había ningún lugareño por las calles normalmente atestadas de afanosos transeúntes. El cartero que estaba preparando la saca del correo del día le vió entrar en la oficina y le miró con expresión asustada.

– ¡Pero por Dios buen hombre que hace aquí de esta guisa! No sabe que le pueden detener por ello.

Se quedó parado sin poder contestar a tan extraña pregunta con la mirada fija en la mascarilla que cubría la nariz y la boca del estafetero. Un cúmulo de pensamientos borboteaban dentro de sus meninges a la velocidad de la luz. El cartero, apercibiéndose del estado de confusión mental que le tenía paralizado y, compadeciéndose, le acercó cautelosamente una pequeña bolsa precintada que contenía una mascarilla virgen.

– ¡Póngasela y váyase rápido de aquí antes de que le detengan!

Recuperada cierta compostura y, aunque lo imaginaba, acertó a preguntarle: Pero ¿qué ocurre?

– Tenemos una pandemia y estamos confinados, sólo los trabajdores esenciales tenemos permiso para realizar nuestras tareas, el resto de la población debe permanecer encerrada en sus casas. ¿Pero usted de dónde sale, buen hombre?

Luego de explicarle al sorprendido cartero las circunstancias de su inopia, le pidió la llave de su apartado de correos y, abriendo la taquilla, cogió su móvil y, luego de darle las gracias al pasmado cartero, salió a la calle. Llamó presuroso a su abogado pero este no le cogía el teléfono, así que le dejó un lacónico mensaje de socorro: “Felipe, ven a recogerme urgentemente donde habíamos acordado”. No había andado más de diez pasos cuando un vehículo policial le cortó el paso. Dos agentes malencarados bajaron del coche y a gritos apenas sofocados por los bozales que llevaban puestos le conminaron a entregarse.

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En la trena

Un día pasose encerrado en la única celda del pintoresco pueblo. Esto sí que era estar encerrado, no en uno mismo por decisión propia sino con su libertad cercenada entre cuatro paredes mugrientas. Tuvo mucho tiempo para pensar en lo que tenía que hacer cuando le sacaran. Al anochecer, un guardia se acercó a la reja y la abrió.

– Puede usted irse. Ha venido su abogado.

Saliendo al rellano vio a Felipe que le miraba con conmiseración y afecto contenido. El escritor eremita se acercó a él y le abrazó con una efusividad nunca antes mostrada y aliviado le dijo: “Vámonos de aquí”.

Sentados en el coche, Felipe, que ya le había informado con todo lujo de detalles de lo que había ocurido en su ausencia, llevaba un buen rato callado dejando que su amigo asimilara la funesta información. Por fin habló, sucintamente:

– ¿Que quieres hacer?
– Déjame en donde estaba. Repón las provisiones. Vuelvo a empezar con las mismas condiciones que habíamos fijado la primera vez.

Después de un largo momento de silencio, Felipe le dijo:

– Vas a ser procesado por un delito contra la Salud Pública, aunque no creo que tengas problemas dados tus eximentes. Estoy en condiciones de asegurarte que todo quedará en una multa y un tiempo de servicio a la comunidad. Mejor que te quedes el móvil para tenerte al tanto del proceso judicial.
– Encárgate de todo, por favor. Contactos los mínimos imprescindibles. Pero líbrame de los trabajos para la comunidad que para eso ya pago mis cuantiosos impuestos.

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El recomienzo

Lo primero que hizo al llegar a la casa perdida en el bosque fue encender la chimenea. Con una amarga tristeza se acercó al montón de legajos que había escrito y miró el título de la novela: “El virus apocalíptico”. Más que sorpresa sentía indignación sobre como el totalitarismo que había imaginado había ocurrido mientras, en su encierro, lo plasmaba en el papel. Su obra había muerto al nacer. A nadie le iba a interesar leer sobre lo que habían podido sentir cruelmente en sus propias carnes.

Ya sabía aquello que si les podía interesar. Una novela sobre lo que estaba por venir.

Miró el fuego que ya había alcanzado la consistencia suficiente y, cogiendo, el montón de papeles apilados los tiró al fuego. Ni siquiera se quedó a contemplar como ardían a la temperatura que arde el papel, 451º Fahrenheit.

Fue dándose un paseo hasta el riachuelo y se volvío a sentar en la ribera. Esta vez era verdad, lo único que su mente veía era que el río se había estancado y sus aguas estaban putrefactas, el viento se había ausentado para siempre, los pajarillos habían enmudecido y el murmullo de la vida del bosque se había convertido en el silencio más absoluto. Se levantó presa de un desasosiego que sólo podía acallar con su escritura y se dirigió a la casa.

Se preparó un café bien espeso y caliente, y se sentó una vez más delante de su escritorio. Ya sabía lo que tenía que hacer. Escribió lentamente el título de su nueva novela: “La plaga totalitaria” por Petrusvil a 17 de abril de 2020. Dando la vuelta a la hoja la colocó en una esquina de la mesa de caoba negra para ir haciendo el nuevo montón.

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Un virus sin apenas letalidad, lo han convertido en letal entre los políticos, los medios de comunicación y mercenarios de la salud para cercenar nuestras libertades.

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