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Retornar el arte a su sitio – Ortega y Gasset

03/04/2022

Escritor Español Petrusvil

Poeta, escritor, divulgador y analista.

Si está cansado de escritores mentirosos, melifluos o políticamente correctos. Si prefiere la prosa y la poesía con alma, sentimiento y vehemencia, la verdad transparente sin eufemismos ni tergiversaciones, entonces yo soy su pluma. 

Tiempo de lectura 8 minutos.
Retornar el arte a su sitio – Ortega y Gasset

José Ortega y Gasset (Madrid, 9/V/1883, 18/X/1955) Filósofo y ensayista español, exponente principal de la teoría del perspectivismo y de la razón vital e histórica. (Retornar el arte a su sitio – Ortega y Gasset / De «Apatía artística» (1921) en El Espectador)


Desde hace algún tiempo es frecuente que las personas mejor dotadas de sensibilidad artística se encuentren sorprendidas al salir de un concierto, de una exposición o de un museo, por la nulidad del placer recibido. Si la música escuchada o los cuadros examinados les hubiesen parecido malos, no les extrañaría hallar en sí un vacío casi perfecto de goce estético. Pero el fenómeno a que aludo consiste precisamente en que, pareciendo estimable y aun excelente la obra, no acompaña a este juicio intelectual el estremecimiento emotivo, el deliquio apasionado, que es esencial a la fruición artística. La obra bella se hace patente ante la visión espiritual: ostenta sus gracias, hace evidente sus peculiares valores, pero no conmueve, no deleita, no arrebata.

Diríase que, de pronto, la música toda – vieja y nueva-, que toda la pintura han quedado desarticuladas vitalmente de nosotros y se han convertido en hechos indiferentes que acontecen fuera de nuestra esfera de afectividad. […] en los últimos años, sin saber por qué, las obras musicales y pictóricas que antes más conmovían han perdido mucho de su antigua eficacia sobre el espectador, se han ensordecido y anublado.

Bien sé que para la mayor parte de las gentes este fenómeno carece de realidad. No echan de menos el goce actual, porque acaso no han gozado nunca verdaderamente de la obra artistica. Lo más sólito es que los hombres se finjan placeres que, en rigor, no experimentan. Les falta esa lealtad consigo mismos que es necesaria para discernir los sentimientos autenticos de los contrahechos. […] Es más: yo creo que la mayor parte de los hombres viven una vida interior, en cierta manera, apócrifa (falsa, fingida). Sus opiniones no son, en verdad, sus opiniones, sino estados de convicción que reciben de fuera por contagio, y lo que creen sentir no lo sienten realmente, sino que, más bien, dejan repercutir en su interior emociones ajenas. Sólo ciertas individualidades de selecta condición poseen el peculiar talento de distinguir dentro de sí lo auténtico de lo apócrifo y logran eliminar cuanto ha inmigrado en ellos desde el contorno.

La autoridad social, la tradición, la moda y el contagio psíquico arrojan constantemente dentro de nuestra persona opiniones, sentimientos, resoluciones que, en cierto modo, no son de nadie en particular, y por lo mismo pueden parecer de cada uno cuando los halla alojados en su interior. En la zona más privada de la vida individual es acaso fácil diferenciar lo originalmente nuestro de lo recibido y mostrenco. Pero en otros órdenes de la actividad psíquica, donde la independencia de criterio supone dotes y conocimientos especiales, lo habitual en las gentes es vivir de prestado.

Esto acontece, sobre todo, en política y en arte, La opinión pública y el silbido a la obra de arte suele tener el mismo origen; la gente ha oido que tal pintor es un gran pintor y dócilmente siente anegarse su ánima de un apócrifo placer que la tranquiliza respecto a su capacidad de sentir el arte.

Retornar el arte a su sitio – Ortega y Gasset

El fenómeno de embotamiento ante la belleza pictórica y musical a que antes me refería, sólo ha de buscarse en el área de los sentimientos auténticos. ¿A qué debemos atribuir esta súbita apatía para las artes de la retina y del oído? ¿Cómo interpretar el sentido de este síntoma extraño?

La respuesta suficiente a estas preguntas requeriría un desarrollo tan amplio, que se hace inoportuno intentarlo aquí. Mejor será reducirnos a definir una sola de las facetas que integran la cuestión.

Si cada cual analiza esa impresión de sordera estética que experimenta en el concierto o en la exposición, notará que se halla dotada de poder retroactivo. Nuestra antigua postura era propiamente de servilismo ante la obra de arte, como si necesitásemos justificarnos a nuestros propios ojos haciéndonos dignos de ella; ahora sospechamos que es la obra de arte quien debe hacerse digna de nosotros; esto es, invadir triunfalmente nuestra sensibilidad, merced a sus propias fuerzas y sin previo soborno de nuestro juicio. Se trata pues, de un cambio de actitud, respecto a música y pintura, acaecido en el alma contemporánea.

El diafragma de nuestro sentir artístico se ha hecho más angosto, y las emociones a que deja paso no sólo son menos numerosas que antaño sino también de menor calibre, La música de Strawinsky cuenta hoy con más probabilidades de satisfacernos que la de Wagner’. Lo cual no tiene nada que ver con la torpe cuestión de si es Wagner mejor» o «peor» que Strawinsky, Es penoso oir comparar a dos artistas con el mismo vocabulario elemental que se emplea para comparar dos clases de jamón.

Sin embargo, la fruición que Strawinsky nos proporciona se compone de calidades modestas: gracia, ingenio, agilidad, colorido, etc., en tanto que nuestros viejos deleites wagnerianos poselan dimensiones gigantescas. Con Wagner sentiamos un patetismo universal: nuestro organismo creía tomar contacto con las venas secretas del mundo y sumirse en el aliento cósmico. ¡Lástima que no podamos hoy renovar tales éxtasis, y los gozados otro tiempo nos parezcan equívocos, exentos de última sinceridad!

Por el contrario, la música de Strawinsky, reduciendo sus aspiraciones, logra proveernos de goces más auténticos. No veríamos claro el sentido de esta mutación en la sensibilidad estética, si no pudiéramos emparejarla con otra de signo inverso acaecida hacia 1800. Como ahora experimentamos un angostamiento de nuestras sensaciones artisticas, los europeos de aquella fecha percibieron una desmesurada ampliación.

Nadie ignora, aunque muchos no lo aprovechan al razonar sobre cosas estéticas, que la situación de música y pintura fue, desde 1600 hasta las postrimerías del siglo XVIII, muy distinta de la que ha sido en la pasada centuria. Ocupaban, en efecto, un rango mucho menos elevado en la jerarquía de las actividades humanas. El arte, en todas sus formas, era sentido como un orbe inferior al de la religión y al del pensamiento. Dentro del orbe artístico, música y pintura se alzaban a larga distancia detrás de la poesía.

Lo importante de esta perspectiva es que nadie pedía a la música y pintura emociones de calidad y valor correspondientes a las actividades de primer orden. Eran sólo deleitables pasatiempos, encantadores ingredientes del paisaje vital.

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Pero he aquí que hacia 1800, en rigor un poco antes, comienzan literatos y filósofos a hinchar los perros de música y pintura. Una generación más tarde, ambas artes había desalojado de sus rangos superiores a la poesía y al pensamiento. Schopenhauer había descubierto en la musicalidad un interprete superior de los arcanos cósmicos y hecho de ella una «metafisica sin conceptos». Goethe, movido por Winckelman; y Diderot, por su propio genio, habían labrado estilo paralelo a la pintura. La poesia destronada acabó, cơn Verlaiпе, рoг guarecerse en el hospital, mientras Wagner, sobrepasando al flautista Schopenhauer, proponía en Parsifal un sustituto de fa religión.

En este sistema de valores hemos sido eđucados, y el error đe perspectiva que en él se cometio ha contribuido no a crisis de placer artístico que ahora sufrimos. Porque nos es indiferente donde coloquemos las cosas. Es la perspectiva un orden, una estructura, una jerarquia que imponemos al mundo en torno, acomođando su contenido en una serie de planos.

El error está en suponer que puede nuestros- albedrío decidir cuales cosas han de ocupe el primer plano, cuales el segundo, y así sucesivamente, Nada eso; las cosas por sí, y previamente a la localización que las đamos, pertenecen a uno u otro rango, Hay cosas de primer plano y cosas de orden ínfimo. Las cosas de primer plano (la religión y el pensamiento), relegađas al último término se debilitan y sucumben; viceversa es el caso que ahora interesa , las cosas de orden subalterno (la música y la pintura), destacadas en primer plano, se agostan y fracasan.

La razón de ello es sencilla: cada uno de los planos en la perspectiva significa un grado y calidad peculiares de nuestra atención. La atención es la facultad jerarquica y organizadora excelencia. No se puede atender a un puerto sin crear en torno a él lo que yo suelo llamar en mis cursos universitarios uпа “zona de đesatención”, ni es posible hacer más intensa nuestra atencion a algo sin đeprimir nuestra atención hacia otras cosas. Esta gradación dinámica de la atención es la que crea fuera de nosotros los planos de la perspectiva.

Pues bien: si un objeto de escasa entidad es sometido a una atención de alto temple, no encuentra ésta en él pasto adecuado; la fuerza de succión en que consiste el atender no halla jugo bastante de que apoderarse, y la pobre cosa, torpemente favorecida por nuestro capricho, nos parecerá seca y miserable. Puesta, en cambio, en su rango natural, acaso satisfaga una atención de menor cuantía y la sintamos justificada y suficiente.

Yo creo que, mirando el hecho desde estos pensamientos, se explica en buena parte el fracaso evidente de música y pintura. Relea el lector las obras teóricas de Wagner y considere lo que este hombre y su generación quisieron hacer de la música. ¿No es a todas luces monstruoso esperar tanto de los sonidos concertados? ¿Puede un director de orquesta dirigir el corazón humano, la sociedad y la historia? ¿Puede una melodía sustituir a una religión?

Quedaba consignada al siglo XIX, centuria del desmesuramiento en todo, la monstruosidad de este superlativo musical osado por Wagner. Edad de imperialismo omnímodo, no hubo en ella cosa que no quisiera imperar a las demás, ser la primera o la única. Cada arte aspirará a la ilimitación de su esfera.

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Quiso -muy especialmente la música- convertirse en un idioma de tema universal. Con Wagner, que era un Bismarck del pentagrama, pretendió el sonido ser pintura y narración, poesía y ciencia, política y religión. Los menos perspicaces advirtieron la exorbitancia cuando Strauss les puso en los programas de sus poemas sinfónicos cara a cara con lo grotesco.

Un concierto al modo usado, ¿no es ya un error de perspectiva, como lo es un museo? Se reúne en una sala a centenares de personas extrañas entre sí; se las propone, de tal hora a tal hora, no ocuparse sino de oír, y se enfoca irremisiblemente su atención superior hacia unos instrumentos. Queda así la obra de arte abstraída, segada de su fondo nativo, que es nuestra vida personal, y, una vez destacada violentamente, parece que aspira a suplantar aquélla. Como esto no es posible, salimos del concierto con una impresión de íntimo fracaso.

En cambio, mientras caminamos por la ciudad, atentos a nuestros afanes vitales, acaso el violín de un ciego que se lamenta en el rincón de una plazuela desliza su son querulante en el confín de nuestra conciencia, y penetrando por una humilde rendija de ella nos punza el corazón deliciosamente. Está hecho el violín del ciego para sonar al fondo del paisaje urbano donde se desarrolla nuestra vida, donde amamos y odiamos, donde somos vencidos y vencedores. Puesto allí, en su rango propio, llega el sórdido instrumento a la plenitud de su valor.

El imperialismo de la poesía condujo ésta al fracaso. ¿Quién se atreve hoy a dar una sesión de lecturas poéticas? El mismo destino llevan música y pintura. Pronto el concierto público parecerá una penosa obligación, y el arte mélico volverá a recluirse en la intimidad de los privados apetitos.

El siglo XVII y la mejor parte del XVIII supieron que música y pintura son de aquel linaje de cosas nacidas para ser fondo de otras y como su alrededør. Nada hace perde: tanto su gracia al paisaje como suspender nuestra vida en él y ponernos a mirarlo atentamente. Y es que el paisaje tiene el destino de ser fondo de algo que no es él y servir de escenario a una escena vital. La manera mejor de absorber el encanto de un paisaje es no mirarlo y amar u odiar en él. Por eso los siglos prudentes situaron la música al fondo de un banquete, en el rincón del sarao o tras las ramas de un jardín.

Retornar el arte a su sitio – Ortega y Gasset

FiN

La obra acabada – Pablo Ruiz Picasso