
(Ramón José Simón Valle Peña, también llamado Ramón María del Valle-Inclán; Villanueva de Arosa, 1869 – Santiago de Compostela, 1935) Siete normas para una estética – Ramón de Valle-Inclán
Siete normas para una estética – Ramón de Valle-Inclán
Resumen de las siete normas
I
Sé como el ruiseñor, que no mira a la tierra desde la rama verde donde canta.
II
El poeta solamente tiene algo suyo que revela a los otros cuando la palabra es impotente para la expresión de sus sensaciones: tal aridez es el comienzo del estado de gracia.
III
El éxtasis es el goce de ser cautivo en el circulo de una emoción tan pura, que aspira a ser eterna. ¡Ningún goce y ningún terror comparable a éste de sentir el alma desprendida!
IV
La belleza es la intuición de la unidad, y sus caminos, los misticos caminos de Dios.
V
Cuando se rompen las normas del Tiempo, el instante más pequeño se rasga como un vientre preñado de eternidad. El éxtasis es el goce de sentirse engendrado en el infinito de ese instante.
VI
Dios es la eterna quietud, y la belleza suprema está en Dios. Satán es el estéril que borra eternamente sus huellas sobre el camino del Tiempo.
VII
Cuando mires tu imagen en el espejo mágico, evoca tu sombra de niño. Quien sabe del pasado, sabe del porvenir. Si tiendes el arco, cerrarás el circulo que en ciencia astrológica se llama el anillo de Giges.
Siete normas para una estética – Ramón de Valle-Inclán
Preámbulo
Cuando yo era mozo, la gloria literaria y la gloria aventurera me tentaron por igual. Fue un momento lleno de voces oscuras, de un vasto rumor ardiente y místico, para el cual se hacía sonoro todo mi ser como un caracol de los mares. De aquella gran voz atávica y desconocida sentí el aliento como un vaho de horno, y el son como un murmullo de marea que me llenó de inquietud y de perplejidad. Pero los sueños de aventura, esmaltados con los colores del blasón, huyeron como los pájaros del nido. Sólo alguna vez, por el influjo de la Noche, por el influjo de la Primavera, por el influjo de la Luna, volvían a posarse y a cantar en los jardines del alma, sobre un ramaje de lambrequines… Luego dejé de oírlos para siempre.
Al cumplir los treinta años, hubieron de cercenarme un brazo, y no sé si remontaron el vuelo o se quedaron mudos. ¡En aquella tristeza me asistió el amor de las musas! Ambicioné beber en la sagrada fuente, pero antes quise escuchar los latidos de mi corazón y dejé que hablasen todos mis sentidos. Con el rumor de sus voces hice mi Estética.
Siete normas para una estética – Ramón de Valle-Inclán
Primera regla
De niño, y aun de mozo, la historia de los capitanes aventureros, violenta y fiera, me había dado una emoción más honda que la lunaria tristeza de los poetas: Era el estremecimiento y el fervor con que debe anunciarse la vocación religiosa. Yo no admiraba tanto los hechos hazañosos como el temple de las almas, y este apasionado sentimiento me sirvió, igual que una hoguera, para purificar mi Disciplina Estética.
Me impuse normas luminosas y firmes como un cerco de espadas. Azoté sobre el alma desnuda y sangrienta con cíngulo de hierro. Maté la vanidad y exalté el orgullo. Cuando en mí se removieron las larvas del desaliento, y casi me envenenó una desesperación mezquina, supe castigarme como pudiera hacerlo un santo monje tentado del Demonio. Salí triunfante del antro de las víboras y de los leones. Amé la soledad y, como los pájaros, canté sólo para mí. El antiguo dolor de que ninguno me escuchaba se hizo contento. Pensé que estando solo podía ser mi voz más armoniosa, y fui a un tiempo árbol antiguo, y rama verde, y pájaro cantor.
Si hubo alguna vez oídos que me escucharon, yo no lo supe jamás. Fue la primera de mis Normas.
I
Sé como el ruiseñor, que no mira a la tierra desde la rama verde donde canta.
Siete normas para una estética – Ramón de Valle-Inclán
La segunda regla
En este amanecer de mi vocación literaria hallé una extrema dificultad para expresar el secreto de las cosas, para fijar en palabras su sentido esotérico, aquel recuerdo borroso de algo que fueron, y aquella aspiración inconcreta de algo que quieren ser. Yo sentía la emoción del mundo místicamente, con la boca sellada por los siete sellos herméticos, y mi alma en la cárcel de barro temblaba con la angustia de ser muda.
Pero antes del empeño febril por alcanzar la expresión evocadora, ha sido el empeño por fijar dentro de mí lo impreciso de las sensaciones. Casi siempre se disipabal querer concretarlo: Era algo muy vago, muy lejano, que había quedado en los nervios como la risa, como las lágrimas, como la memoria oscura de los sueños, como un perfume sutil y misterioso que sólo se percibe en el primer momento que se aspira.
Y cuando del arcano de mis nervios lograba arrancar la sensación, precisarla y exaltarla, venía el empeño por darle vida en palabras, la fiebre del estilo, semejante a un estado místico, con momentos de arrobo y momentos de aridez y desgana. En esta rebusca, al cabo logré despertar en mí desconocidas voces y entender su vario murmullo, que unas veces me parecía profético y otras familiar, cual si de pronto el relámpago alumbrase mi memoria, una memoria de mil años.
II
El poeta solamente tiene algo suyo que revela a los otros cuando la palabra es impotente para la expresión de sus sensaciones: tal aridez es el comienzo del estado de gracia.
Siete normas para una estética – Ramón de Valle-Inclán
La tercera regla
¡Qué mezquino, qué torpe, qué difícil balbuceo el nuestro para expresar este deleite de lo inefable que reposa en todas las cosas con la gracia de un niño dormido! ¿Con cuáles palabras decir la felicidad de la hoja verde y del pájaro que vuela? Hay algo que será eternamente hermético e imposible para las palabras. ¡Cuántas veces al encontrarme bajo las sombras de un camino al viñador, al mendigo peregrinante, al pastor infantil que vive en el monte guardando ovejas y contando estrellas, me dijeron sus almas con los labios mudos, cosas más profundas que las sentencias de los infolios! Ningún grito de la boca, ningún signo de la mano puede cifrar ese sentido remoto del cual apenas nos damos cuenta nosotros mismos, y que, sin embargo, nos penetra con un sentimiento religioso.
Nuestro ser parece que se prolonga, que se difunde con la mirada, y que se suma en la sombra grave del árbol, en el canto del ruiseñor, en la fragancia del heno. Esta conciencia casi divina nos estremece como un aroma, como un céfiro, como un sueño, como un anhelo religioso.
III
El éxtasis es el goce de ser cautivo en el circulo de una emoción tan pura, que aspira a ser eterna. ¡Ningún goce y ningún terror comparable a éste de sentir el alma desprendida!
Siete normas para una estética – Ramón de Valle-Inclán
La cuarta regla
Recuerdo también una tarde, hace muchos anos, en la catedral leonesa. Yo vagaba en la sombra de aquellas bóvedas con el alma cubierta de lejanas memorias. Ya entonces comenzaba mi vida a ser como el camino que se cubre de hojas en Otoño. Había entrado buscando un refugio, agitado por el tumulto angustioso de las ideas, y de pronto mi pensamiento quedó como clavado en un dolor quieto y único. La 1uz en las vidrieras celestiales tenía la fragancia de las rosas, y mi alma fue toda en aquella gracia como en un huerto sagrado. El dolor de vivir me llenó de ternura, y era mi humana conciencia llena de un amoroso bien, difundido en las rosas maravillosas de los vitrales, donde ardía el sol.
Amé la luz como la esencia de mí mismo, las horas dejaron de ser la sustancia eternamente transformada por la intuición carnal de los sentidos, y bajo el arco de la otra vida, despojado de la conciencia humana, penetré cubierto con la luz del éxtasis. ¡Qué sagrado te rror y qué amoroso deleite! Aquella tarde tan llena de angustia aprendí que los caminos de la belleza son místicos caminos por donde nos alejamos de nuestros fines egoístas para transmigrar en el Alma del Mundo. Esta emoción no puede ser cifrada en palabras.
Cuando nos asomamos más allá de los sentidos, experimentamos la angustia de ser mudos, Las palabras son engendradas por nuestra vida de todas las horas, donde las imágenes cambian como las estrellas en las largas rutas del mar, y nos parece que un estado del alma exento de mudanza, minoría en el acto de ser. Y, sin embargo, ésta es la ilusión fundamental del éxtasis, momento único en que las horas no fluyen, y el antes y el después se juntan como las manos para rezar. Beatitud y quietud, donde el goce y el dolor se hermanan, porque todas las cosas al definir su belleza se despojan de la idea del Tiempo.
IV
La belleza es la intuición de la unidad, y sus caminos, los místicos caminos de Dios.
Siete normas para una estética – Ramón de Valle-Inclán
Quinta regla
La tarde había perdido sus oros, y era toda azul. Yo, sentado bajo el parral de mi huerto aldeano, me puse a rezar. En aquella beatitud del campo, del mar y del cielo, me sentí lleno de un sentimiento divino. Todo el amor de la hora estaba en mí, el crepúsculo se me revelaba como el vínculo eucarístico que enlaza la noche con el día, como la hora verbo que participa de las dos sustancias, y es armonía de lo que ha sido con lo que espera ser. Seguía sonando el caracol de los pescadores, y sobre las ondas se tendía el último rayo del sol. Por aquel camino luminoso se remontaron mis ojos al azulado término del mar. Entonces sentí lo que jamás había sentido: Bajo las tintas del ocaso estaba la tarde quieta, dormida, eterna.
El color y la forma de las nubes eran la evocación de los momentos anteriores, ninguno había pasado, todose sumaban en el último. Me sentí anegado en la onda de un deleite fragante como las rosas, y gustoso como hidromiel. Mi vida y todas las vidas se descomponían por volver a su primer instante, depuradas del Tiempo. Tenía el campo una gracia matutina y bautismal. Como las nubes del ocaso, el racimo que maduraba en el parral de mi huerto mostraba en el azul profundo de sus granos maduros, la sucesión de sus metamorfosis, hasta el verde agraz. Me conmovió un gran sollozo, y en la estrella que nacía vi el rostro de Dios.
V
Cuando se rompen las normas del Tiempo, el instante más pequeño se rasga como un vientre preñado de eternidad. El éxtasis es el goce de sentirse engendrado en el infinito de ese instante.
Siete normas para una estética – Ramón de Valle-Inclán
Sexta regla
El conocimiento de un grano de trigo, con todas sus evocaciones, nos daría el conocimiento pleno del Universo. Un conocimiento mucho más ingenuo, mucho más claro, mucho más inocente que la mirada de un niño. En este mundo de las evocaciones sólo penetran los poetas, porque para sus ojos todas las cosas tienen una significación religiosa, más próxima a la significación única. Allí donde los demás hombresólo hallan diferenciaciones, los poetas descubren enlaces luminosos de una armonía oculta. El poeta reduce el número de las alusiones sin trascendencia a una divina alusión cargada de significados: ¡Abeja cargada de miel!
Alma mía, que gimes por asomarte fuera de la cárcel oscura, enlaza en un acorde tus emociones, perpetúalas en uncírculo y tendrás la clave de los enigmas. Descubre la norma de amor o de quietud que te haga centro, y tocarás con las alas el Infinito. Pon en todas tus horas un enlace místico, y en la
que llega vierte todo el contenido de la hora anterior, tal como el vino añejo del ánfora pequeña se trasiega en otra más capaz y se junta con el de las nuevas vendimias. Para romper su cárcel de barro, colócate fuera de los sentidos, y haz por comprender el misterio de las horas, por persuadirte de que no fluyen y que siempre perdura el mismo momento. Que sean tus emociones como los círculos abiertos por la piedra en el cristal del agua, y que en la última se contenga toda tu Vida.
VI
Dios es la eterna quietud, y la belleza suprema está en Dios. Satán es el estéril que borra eternamente sus huellas sobre el camino del Tiempo.
Siete normas para una estética – Ramón de Valle-Inclán
Séptima regla.
Busquemos la alusión misteriosa y sutil, que nos estremece como un soplo y nos deja entrever, más allá del pensamiento humano, un oculto sentido. En cada día, en cada hora, en el más ligero momento, se perpetúa unalusión eterna. Hagamos de toda nuestra wodą a modo de una estrofa, donde el ritmo interior despierta las sensaciones indefinibles aniquilando el significado ideológico de las palabras. Era yo estudiante, y un día, contemplando el juego de algunos niños que danzaban como los silvanos en los frisos antiguos, peregrinó mi corazón hacia la infancia y tornó revestido de una gracia nueva. Al cambiar bajo la sombra sagrada de los recuerdos, no experimenté la sensación de volver a vivir en los años lejanos, sino algo más inefable, pues comprendía que nada de mi psiquis era abolido.
Hasta entonces nunca había descubierto aquella intuición de eternidad que se me mostraba de pronto al evocar la infancia y darle actualidad en otro círculo del Tiempo. Toda la vida pasada era como el verso lejano que revive su evocación musical al encontrar otro verso que le guarda consonancia, y sin perder el primer significado, entra a completar un significado más profundo. ¡Aún en el juego bizantino de las rimas se cumplen las leyes del Universo! Con los ojos vueltos al pasado, yo lograba romper el enigma del Tiempo. Encarnados en imágenes, veía yuxtaponerse los instantes, desgranarse los hechos de mi vida y volver uno por uno. Percibía cada momento en sí mismo como actual, sin olvidar la suma. Vivía intensamente la hora anterior, y a la par conocía la venidera, estaba ya morando dentro de su círculo.
A lo largo de los caminos por donde una vez había pasado, se hacía tangible el rastro de mi imagen viva. ¡Era el fantasma, la sombra eterna que sólo los ojos del iniciado pueden ver, y que yo vi en aquella ocasión terrible siendo estudiante en Santiago de Compostela! Desde aquel día, ¡cuántos años se pasaron mirando atrás con el afán y el miedo volver a ver mi sombra inmóvil sobre el camino andado! ¡Cuántos años hasta hoy, en que el alma sabe desprenderse de la carne y contemplar las imágenes lejanas, eternas en la luz lejana de una estrella!
VII
Cuando mires tu imagen en el espejo mágico, evoca tu sombra de niño. Quien sabe del pasado, sabe del porvenir. Si tiendes el arco, cerrarás el circulo que en ciencia astrológica se llama el anillo de Giges.
Siete normas para una estética – Ramón de Valle-Inclán
FiN
El alma de los clásicos – Charles Péguy